jueves, 4 de septiembre de 2008

Yo vivo para amar


Yo vengo de cualquier parte y ando por todos los siglos. Vago por calles y montes, gestos y libros, sueños y canciones con la absoluta libertad del espíritu errante que no se guarda nada para si. Sólo pretendo -es mi gran ambición- que, tras las coincidencias y discrepancias inevitables en el sendero de un puñado de razones aparezcas dispuesta(o) a estrechar esta mano tendida hacia la última verdad.
Quisiera tener rostro, pero soy hijo que filtra y asimila pensa­mientos de incontables seres que han dejado alguna idea como huella de su existencia. Aspiro a ser hondo y travieso, acorde con la noble herejía de esos fantasmas que me animan. Tampoco tengo nombre, pero para salvarme del anonimato -y por si quieres llamarme alguna vez- digamos que soy, en honor a un inseparable amigo común...
El diablo ilustrado

Debilidades: Tú no tenías ninguna. Yo tenía una: Amaba.

Bertolt Brecht estaría algo resentido con su amada, quizás por no ser plenamente correspondido, cuando define aquí al amor como una debilidad -aunque en el fondo esto no debe ser más que una ironía poética. Aún en el caso de que esa persona no se entregue con la intensidad con que uno lo hace, el amor es una fuerza; por eso coincido con Emerson: el que no ama ya está muerto.
Amar delirantemente es lo mejor que nos puede pasar, es el don más elevado de nuestra especie: nada como mirar el infini­to espacio circundante con los ojos de quien siente que no le alcanza la vida para darla.
Sólo el amor engendra melodía -escribió nuestro José Martí—, porque no hay música de la existencia humana que no se deba a él. La armonía de la vida, el equilibrio necesario para tener paz con uno mismo se debe, en buena medida, a la purifi­cación que seamos capaces de lograr cada día, ese intento de ser mejores que nos eleva hacia el amor.
Lo que se hace sin amor está condenado al fracaso .Hay quie­nes le otorgan al interés material la capacidad de inspirar obras perdurables; yo vivo convencido de que, hasta en los casos don­de haya mediado por alguna razón el dinero, han sido las grandes pasiones las creadoras de las verdaderas joyas: las del espíritu, las de la belleza. Dice (o canta,) el trovador Silvio Rodríguez, recrean­do una frase del Maestro: sólo el amor convierte en milagro el barro... sólo el amor alumbra lo que perdura... sólo el amor consigue encender lo muerto.
No por gusto el refranero popular ha dictado: el amor es la fuerza que mueve la tierra -aunque a veces tengamos la im­presión de girar contrario por la cantidad de cosas descabelladas y cavernícolas que se ven; tantas, que Eduardo Galeano define: El mundo al revés nos enseña a padecer la realidad en lugar de cambiarla, a olvidar el pasado en lugar de escucharlo y a aceptar el futuro en lugar de imaginarlo: así practica el crimen y así lo recomienda.
Se refiere a la sociedad global mercantilista que nos propone un culto común y universal -sin detenernos en su utilidad o en su autenticidad- a lo nuevo por lo nuevo, simplemente por tenernos prendidos a la moda; moda que pretende crear un ser sin rostro, sin raíces: todos soñando con vestirse iguales, con comer lo mis­mo, anhelando objetos similares, adormecidos con ídolos especta­culares y huecos, todos por alcanzar el "nivel" que otorgan las marcas -patrón por el que proponen juzgar a las personas. Dice una canción de Rubén Blades y Willy Colón:
Era una pareja plástica, de esas que veo por ahí:
él pensando sólo en dinero, ella en la moda en París.
Aparentando lo que no son,
viviendo en un mundo de pura ilusión,
diciendo a su hijo de cinco años:
no juegues con niños de color extraño.
Ahogados en deudas para mantener
su estatus social de boda o cóctel.
Este ilusionismo, al alcance de unos pocos, es la zanahoria que pone el mercado de carnada para que saltemos como conejos
por la vida aspirando a ser el hombre (o la mujer) "de éxito". Pero lo peor es que, aun en el caso de que la mayoría -o la tota­lidad de los habitantes del planeta- tuvieran esa remota posibili­dad, seríamos un mundo de marionetas fabricadas en serie, sin tradiciones, sin peculiaridades, sin identidad. Volviendo a la can­ción de Blades y Colón:
Era una ciudad de plástico, de esas que no quiero ver,
de edificios cancerosos y un corazón de oropel.
Donde en vez de un sol amanece un dólar,
donde nadie ríe, donde nadie llora,
con gentes de rostros de poliéster,
que escuchan sin oír y miran sin ver,
gente que vendió, por comodidad,
su razón de ser y su libertad.
A pesar de esa brutal irracionalidad de nuestro tiempo, tú y yo sabemos que todo es muerte menos el amor. Con él nos salva­mos y él sabrá diseminarse por entre los mortales como la única "epidemia" capaz de hacer la luz que nos saque de la prehistoria
Durante los siglos han sido muchas las definiciones que se te han dado. Platón -filósofo de la antigüedad- decía: el amor es una enfermedad mental muy grave. (¡Viva el estado de coma! ¿Verdad?) Y pensar que a los enamorados cándidos les dicen que sufren de amor platónico. Ya ves, Platón era un filó­sofo que hoy mandaría a los románticos al psiquiatra. Hay quie­nes creen todavía, que los apasionados son gente turbada, tonta, que lo toma todo con demasiada "lucha" y por eso su: te vas a morir joven compadre, coge las cosas con calma, no seas iluso.
Napoleón, por su parte, afirmaba, con su psicosis bélica: la única victoria sobre el amor es la contienda. Lo cual me pare­ce muy sabio; muchos creen -erróneamente- que una vez conquistado un objetivo, digamos el corazón y el cuerpo de otra persona -simplificándolo como ese viaje desde conocerse has­ta llegar a la cama-, ya se alcanzó la victoria. Y el amor es una guerra -en el buen sentido de la palabra, y si tal palabra lo puede tener- que nunca acaba, cuando se plantea como una lucha por llegar más lejos en ese otro ser -y con ese otro ser, en el caso de la relación de pareja-, o un reto que se traza uno consigo mismo ante el horizonte, como una exploración hacia los más divinos y remotos parajes de la perfección o la compenetración humana.Los que llegan a creerse que ya arribaron a la cima del amor comienzan a rodar cuesta abajo pues, precisamente, amar es como cavar indeteniblemente hacia la suprema felicidad que nun­ca se tiene del todo, gracias a un detallito: el alma es insondable. Trátese en el sentido de pareja o en otro cualquiera -digamos en la dedicación hacia un oficio, los estudios, en fin, una determinada acción que realicemos-, quien pierde la capacidad de asombro, la entrega total delirante, el actuar cual si le fuese en ello la vida, está marchitándose y se desliza hacia la mediocridad. De ahí que sea partidario de la máxima quien quiera aprender del amor, nunca dejará de ser alumno.
El amor es todo, lo demás es su contrario. Puede parecer muy abierta está definición pero, en esencia, los valores se dirigen al amor y estos le deben su precio a los antivalores. Digamos que el peso de un valor lo da el antivalor. ¿Qué importancia podríamos darle a una alegría no perseguida por la tristeza.7 ¿Cuanto podría­mos apreciar la vida de no estar amenazada por la muerte. ¿Cuan necesaria nos resulta una persona si no tememos perderla. La risa vale tanto porque existe el llanto.

Nunca se aprecia en su justo valor vivir como cuando se ha estado cerca de la muerte; es ante el peligro mortal que com­prendemos lo maravilloso de la existencia. Claro, no podemos medir los conceptos en abstracto y hay que ubicarlos en cada experiencia concreta: una guerra pudo ser buena si no quedaba otra alternativa para alcanzar la libertad; una mentira pudiera hasta salvar a alguien y causar un dolor pudiera ser una cura, por eso en todo hay que ir a la esencia, más allá de simples defini­ciones epidérmicas. Pongamos ejemplos elementales: una infección o una operación es punzar o herir a una persona, pero en estos casos el objetivo es sanar; puede que a alguien en mal esta­do físico haya que evitarle una verdad porque le resultaría letal. No se puede ser simplista; aunque en principio la paz, la verdad, la solidaridad, la ternura deben ser los valores que rijan cada paso nuestro, hay que analizar cómo se aplican en cada ocasión, por­que una interpretación extrema de una palabra puede ser tergi­versarla.
Dice una frase popular haz el bien y no mires a quién y creo que lo importante es actuar siempre llevado por el desprendi­miento, el altruismo, la bondad, el desinterés; esa manera de existir siempre es premiada por la vida.

AMOR es una palabra muy manoseada, pero no puede tener otra definición que la más elemental: sentimiento (o conjunto de ellos) elevado y puro de una persona hacia otra, hacia pro­yectos, hacia el mundo que le rodea, o imagina, o lucha por crear. Más allá de eso, cada cual tiene el derecho de llamar amor a lo que desea y así, ha quedado el término asociado a simple atracción física, a elemental empatia espiritual; hay quien usa la palabra para sacar un provecho de otro o hasta quien se disfraza con ella. Ahora bien, el que la emplee en un sentido que no esté directamente ligado a la pasión más arrolladora, noble y desprendida, está violándola.

Todos hemos nacido para el amor... es el principio de nuestra existencia, como también es el fin. Coincido con Disraeli, lo que se hace sin él está vacío, hueco.Los que sobreponen inte­reses o simplifican a placeres elementales el amor, están consu­miendo un simulacro de vida y van por el mundo muertos, aun­que no lo sepan.

Cada ser quiere hallar el amor y el amor, a su vez, rebasa lo que puedan alcanzar todas las miradas; es como una infinitud que está en cualquier lado y dichoso aquel que tiene alma para pene­trar sus exquisitos misterios y llenarse con la mayor cantidad de él aunque nunca lo abrace.
El amor está a nuestro alrededor, en todo lo que nos circunda, esperando por las almas que den con él. Quiero dejarte con un texto en el que este sublime sentimiento se dirige en varias direc­ciones. El enamorado, muy joven, le escribe a una muchacha llamada Blanca, en una noche de lluvia, una especie de cartacuento. Está sufriendo el exilio en España y se mezclan las nostal­gias por su patria oprimida con la de romances sin sentido. He aquí uno de esos casos excepcionales en que, por amor, hacen hasta una guerra -y para que no cupieran dudas de su espíritu de paz, le puso a esa guerra un apellido: necesaria.

Pasa cuidadosamente por estas líneas de nuestro José Julián Martí, a sus 22 años:
Ni patria, ni amor. ¿Entiendes tú que un corazón lata en vano, y no sepa el miserable por qué late? ¿Entiendes tú, que un alma se sienta repleta de vigor, ardiente para amar, henchida con in­tentos generosos, —y no sepa en qué ha de emplear su fortaleza, ni encuentre cosa digna de poseer sus ansias ni halle dónde ver­ter su generosidad? —Así vivo yo. Yo siento en mí una viva nece­sidad, un potente deseo, una voluntad indomable de querer: yo vivo para amar: yo muero de amores, —y he querido encamarlos en la tierra, y una fue carne y otra vanidad, y otra mentira y otra estupidez, y entre tantas mujeres para los ojos, no halló el alma una sola mujer.
La patria me ha robado para sí mi juventud.
Mi corazón se va lleno de ira de esas necias criaturas que lo usan, que lo desean, que lo aman quizás, pero que no son capaces de entenderlo. —Y vivo cadáver, encerrado en ex­traño país; —avergonzado de tanto necio amor. Y vivo muer­to. Si hallas tú alguna vez unos ojos más claros que la luz, más puros que el primer amor, más bellos que la flor de la inocencia; —para mí los guarda, para mi ansiedad los educa, dilo al instante, hermano mío, a esta alma enamorada que se muere por no tener a quién amar.

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